[ 1 : Introducción ]
Muchas gracias por la invitación. Tengo que decir que intervengo con mucho gusto ante ustedes por tratarse de este instituto, por la labor que aquí se hace y por tratarse indudablemente también de Dietrich Bonhoeffer. Porque, en primer lugar, hay una cierta circunstancia cronológica, si lo queremos decir así. Todavía no está tan lejano el cumplimiento de su 80º aniversario que se celebró el año pasado; hubiera cumplido él 80 años en febrero de 1986, y esta efemérides se celebró en el mundo académico, en el mundo teológico, en el mundo ecuménico también, con cierta resonancia. Me permito apuntar, que quizás la conmemoración que aquí hacemos pudiera también sumarse al recuerdo, que tantas otras veces antes se ha hecho de la obra del teólogo alemán. Por otra parte, la conmemoración de la obra de Dietrich Bonhoeffer en un taller sobre cristianos y la política lo creo justificada. No fue político Bonhoeffer, pero fue un cristiano cuyas decisiones tuvieron resonancias políticas. Me parece que eso evidentemente le da una trascendencia. Y le da, hasta cierto punto, una si no ejemplaridad por lo menos una oferta de elementos para nuestra propia consideración, que va a ser precisamente el hilo conductor de mi exposición.
Dietrich Bonhoeffer creo que puede ser considerado bajo los dos puntos de vista: como cristiano y, si no como político, preferiría yo designarlo como responsable. En torno a estos dos tópicos es como voy a vertebrar, por lo menos, la primera parte de esta exposición.
[ 2 : Bonhoeffer, el cristiano ]
Como cristiano, Dietrich Bonhoeffer es ubicado dentro de la iglesia protestante en la Iglesia Evangélica Luterana. Dentro de su plena filiación luterana, desborda, sin embargo, las fronteras de esa Iglesia para ser una personalidad netamente cristiana, y esto quiere decir una personalidad de resonancia ecuménica. No solamente porque él a lo largo de su vida desempeñó tareas ecuménicas como Secretario de la rama juvenil del Consejo Mundial de las Iglesias, lo cual lo llevó a numerosas intervenciones, contactos, conferencias, sino también porque ha sido una figura de la cual se han enriquecido de su acción y de su obra cristianos más allá de todas las fronteras confesionales. Eso le da entonces una importancia que supera por mucho su propia ubicación dentro de una profesión concreta. Cristiano efectivamente, que a lo largo de su vida llevó a cabo una evolución desde un protestantismo de carácter liberal, más bien encuadrado en unos esquemas no precisamente muy practicantes, que eran los de su familia, y un poco los del ambiente en el que él se desenvolvía, hasta su asunción personal de su cristianismo, de una importancia mucho más honda por la configuración de sus propias posturas. Naturalmente que fue también el hecho de dedicarse a estudios teológicos lo que pudo contribuir, en parte, a esa evolución; sin embargo, caigamos en la cuenta de que incluso en los ambientes académicos berlineses en los que trabaja no era normal ―aunque pudiera parecer paradójico― que un teólogo profesional fuese un cristiano convencido y practicante.
Cuando hacia 1933-34, el teólogo y profesor Bonhoeffer llevó ya a cabo esta evolución personal, ella sorprendió a muchos de los que la contemplaron; precisamente por lo inhabitual que era. Una evolución que consistió en que Bonhoeffer descubrió cómo formulaba él la Biblia, una Biblia que había utilizado en tantas ocasiones, de la cual había predicado, pero, como en sus propias palabras, hasta ahora no había asumido a Cristo suficientemente en serio. Los acontecimientos del año 33, el ascenso de Hitler al poder ―la asunción a la Cancillería del Reich el 30 de enero de 1933―, la gran cantidad de perturbaciones que se llevó consigo, la necesidad de tomar posturas políticas, y otros aspectos, condujeron a que Bonhoeffer interiorizara su cristianismo de una forma y en unas proporciones como no lo había hecho hasta entonces. Y sobre todo aparece ahí un aspecto que me parece que es interesante destacar porque estará también en el origen de posturas suyas posteriores, y es la valoración del Sermón de la Montaña.
Cuando, retrospectivamente, en cartas suyas de 1935, Bonhoeffer largue una mirada sobre la época anterior, dirá: «Yo creo que el seguimiento de Cristo, de acuerdo con el Sermón de la Montaña, es lo que puede hacer saltar por el aire todos los hechizos y fantasmagorías y encantamientos, en los cuales estamos sometidos». Verdaderamente ese aspecto del seguimiento, y un seguimiento plasmado en las formulaciones y las meditaciones concretas de esos capítulos del Evangelio de Mateo, va a ser muy decisivo en toda la evolución posterior de Bonhoeffer.
El cristiano va encontrando entonces sucesivamente las formas concretas de vivir su cristianismo. Pensaba precisamente Bonhoeffer en aquella época que el cristianismo occidental estaba agotado… Intentó, entonces, beber nuevas fuerzas para el cristianismo en la India, en el Oriente. El disponía de una invitación de Gandhi, que como es sabido no era cristiano; lo ilusionaba poder realizar allí una instancia, sobre todo porque pensaba le daría la oportunidad de conocer formas cristianas, en las cuales poder revitalizar su cristianismo occidental, europeo, desde un punto de vista quizás ya demasiado desecado. No llegó nunca a realizar este viaje; las circunstancias se lo impidieron. Lo que hizo, entonces, fue enfocar esos criterios y esas valoraciones suyas hacia la formación de nuevas fuerzas cristianas, allá donde él estaba situado, es decir, en la Alemania nazi. Concretamente bajo la forma de fundación de un seminario, para la formación de jóvenes pastores. Caigamos en la cuenta de que en esta época, es decir, en 1935, Alemania ha conocido ya una división trágica como consecuencia del régimen Nacionalsocialista, y, más en concreto, no sólo Alemania, sino la Iglesia Luterana ha conocido esa división. Una división entre una gran mayoría de la Iglesia que sigue la ideología del régimen y que incluso ve en Hitler una especie de Salvador, y una pequeña minoría que va a la oposición, y que llega, incluso, a constituir una Iglesia separada, a la cual darían el nombre de la Iglesia Confesante, porque esa Iglesia se constituye en torno a una confesión de fe, en torno a una declaración, minoría de la cual formaba parte, por supuesto, Bonhoeffer. Bonhoeffer fue sumamente lúcido desde un principio respecto de las consecuencias que tenía la subida del Nacionalsocialismo al poder. Precisamente, en esos mismos días, el 30 de enero, Hitler asumió el cargo de Canciller del Reich; al día siguiente Bonhoeffer tenía programada, es decir hacía tiempo ya, una conferencia radiofónica bajo el comprometedor título «El Führer y la nueva generación». No logró terminarla, le cortaron el micrófono antes de que pudiera acabarla. No aludía directamente a Hitler, pero sus expresiones, las posturas que él adoptaba ya eran suficientemente explícitas como para que le cortaran la palabra.
Pues bien, digo que sobre este fondo de enormes alteraciones, enormes trastornos dentro de la iglesia, concretamente de la Iglesia Luterana alemana, es donde se explica que Bonhoeffer tuviera mucho interés de tomar jóvenes, para que pudieran asumir responsabilidades pastorales, dentro de esas ciudades. El criterio que le impulsa a sugerir la fundación de ese Seminario está presidido por una idea verdaderamente sorprendente en un teólogo protestante. Decía él: «Estoy convencido de que la restauración de la Iglesia vendrá por un nuevo monacato». Pensemos que Lutero había sido sumamente crítico a propósito de la vida monástica. «Pero», continuaba Bonhoeffer, «de un monacato que sólo tenga en común con el antiguo el tratarse de una vida incondicional en el seguimiento de Cristo» y, añade: «Yo creo que es tiempo de reunir a los hombres para esto».
Entonces su cristianismo encontró en la vida en el seminario, que efectivamente llegó a fundarse y que perduró durante cinco años hasta que fue suprimido por la Gestapo, una forma concreta. Al mismo tiempo, de búsqueda teológica, él impartía cursos a los seminaristas y de una vida centrada en torno a la Biblia, en torno a la meditación, pero que, por otra parte, no era, como decía él, un refugio conventual, sino una forma de proporcionar energías para afrontar las situaciones concretas en que estaba, entonces, embarcada la Iglesia.
Precisamente, en una de sus expresiones para indicar el criterio que presidía aquella iniciativa, decía él: «La finalidad no es un retiro conventual, sino la más intima concentración para el servicio hacia afuera». Y realmente estos dos conceptos sintetizan bien su postura: «concentración», interioridad, profundización en las fuentes, robustecimiento en las raíces. Pero no como una autosatisfacción, que se agota en sí misma, sino para el servicio hacia afuera. Y por otra parte «servicio», que tampoco es una mera entrega, carente de crítica, un sucumbir a las exigencias de la acción, sino que encuentra sus raíces precisamente en esa concentración y de ahí bebe su alimento.
El cristiano Bonhoeffer prosiguió entonces de esa manera su camino a lo largo de su vida. Y sería su último período, ya en la cárcel, cuando precisamente sus vivencias cristianas y sus reflexiones harían lugar a aquellos planteamientos, aquellas sugerencias, en torno a la posibilidad, como él decía, de un cristianismo no religioso. Tópico que fue el que más sorpresa despertó cuando la obra de Bonhoeffer fue conocida ya después de la guerra. Sobre todo, más allá de las fronteras alemanas. Pero en todo caso, sin entrar de momento en más detalles de lo que supone ese planteamiento suyo, esa posibilidad de un cristianismo no religioso —una comparación bien paradójica— la menciono simplemente como ejemplo de una inquietud honda a lo largo de su vida.
[ 3 : Bonhoeffer, el responsable ]
Y ya es hora, sobre esta base, de pasar al segundo aspecto que quería mencionar: Bonhoeffer, el responsable. Naturalmente que sólo por motivos metodológicos separo ahora los dos aspectos. Los dos aspectos estaban íntimamente unidos en su vida, y no puede ser de otra manera, pero sí se puede decir que su conciencia cristiana fue robusteciéndose, fue adquiriendo una maduración mayor a lo largo de su vida; exactamente lo mismo sucedió respecto de su situación como hombre responsable.
Una responsabilidad que tuvo expresiones bien claras y bien concretas, que se manifestó ante todo, como ya indicaba, en actitudes oposicionales respecto del régimen; que le fue costando su separación de la universidad, prohibición de impartir cursos, prohibiciones sucesivas de publicar cualquier tipo de cosas, de hablar en público, de residir en Berlín; prohibiciones que le fueron, entonces, acompañando a lo largo de su vida, y que fueron consecuencias evidentemente de esas claras posturas que él iba tomando. Pero fue, sobre todo, en una circunstancia bastante nítida donde esa asunción de responsabilidad pudo expresarse también con bastante claridad. Fue en 1939. Bonhoeffer estaba ya entonces como Director de aquel Seminario cuando se le planteó la exigencia de tener que rendir el Servicio Militar, cosa que él no había hecho hasta entonces por otras circunstancias. Naturalmente que para él, desde sus planteamientos, aquello no entraba dentro de sus perspectivas. Entonces pensando cómo podría evadir esa contingencia se le ofreció la posibilidad de trasladarse a los Estados Unidos.
El había estado ya antes allá, tenía amistades, había una serie de conveniencias objetivas, podía impartir cursos, podía atender las tareas ecuménicas, podía desarrollar trabajos pastorales con emigrantes y exiliados alemanes, en fin, había racionalmente una serie de oportunidades. Pero, embarcado ya en Londres, camino a New York, comenzó a sentir las inquietudes, de si su decisión había sido verdaderamente ubicada bajo la voluntad de Dios o no. Esa intranquilidad, le acompañó durante todo el viaje. Llegando a New York en junio de 1939, la inseguridad le aumenta. Tengamos en cuenta que la guerra europea, la Guerra Mundial, va a estallar en septiembre, es decir, tres meses después de estos acontecimientos, y, evidentemente, el clima de tensión, la posibilidad de que algo muy serio pudiera acontecer, se estaba ya percibiendo en el horizonte europeo, en aquel momento. Entonces, el pensar que él quizás —con toda la reflexión y toda la maduración de la indecisión de que ha abandonado el riesgo del escenario de la posible guerra en aquel momento— que se ha puesto, digamos, en seguridad, es algo que no lo deja en paz. Producto de estas reflexiones, y cuando precisamente ya quien le había organizado los cursos y todo lo demás le va a confirmar de que todo está bien, y le va a entregar los primeros dólares como anticipo, esa misma noche Bonhoeffer comunica que desiste, que renuncia y que regresa a Alemania. Y en la correspondencia suya en el diario que escribió aquellos días, se expresa bien claramente el alcance de esa decisión y los motivos que la acompañan.
Dice Bonhoeffer, no podría colaborar en la reconstrucción del cristianismo alemán después de la guerra, si no hubiera participado con mis hermanos cristianos alemanes, en los horrores, y la destrucción de la guerra. Y él hubiera podido decir: «Yo no tengo nada que ver con esto. Yo fui bien consciente desde el principio de todo lo que suponía el ascenso de Hitler al poder»; hubiera podido evadirse perfectamente.
Como anécdota, entre paréntesis, digo que el mismísimo día en que Hitler asumió en la Cancillería, una hermana de Bonhoeffer entró en la sala donde estaba la familia reunida y dijo: «Hitler Canciller; esto es la guerra». Y cierto tiempo después le decía: «Hombre, no fue tanto, me equivoqué solamente en el tiempo; no fue tan inmediata, hubo que esperar seis años, pero vino la guerra». Digo esto como indicación de ―hasta qué punto estaban claros ellos― sobre el alcance de esto. Pues bien, hubiera podido evadirse y decir: «Mire, yo ya les dije; yo ya hice lo que pude»; y, sin embargo, él regresa bajo el lema, que expresa, a un profesor en una carta: «Alemania se encuentra ante esta tremenda alternativa y los cristianos alemanes tienen que optar. O bien, actuar como patriotas, y por lo tanto apoyar la política de Hitler y lo que ella lleva consigo, y entonces destruir la civilización cristiana en Europa». Para él estaba claro que era esa la consecuencia, «o bien, actuar como cristianos y entonces ser resueltamente traidores a su patria». Indica él, «yo sé muy bien cuál de estas opciones tengo que escoger, pero no puedo hacerlo mientras me encuentro en condiciones de seguridad».
Las consecuencias de esta decisión y de esta asunción de responsabilidad quedaron patentes cuando él fue encarcelado y terminó también ajusticiado y condenado como consecuencia de esto.
[ 4 : Responsabilidad que lleva a Bonhoeffer a participar en una conspiración ]
Y es aquí precisamente, dentro de esta asunción de responsabilidad, lo que lleva a Bonhoeffer a participar en una conjura, en un complot que tiene como finalidad neta, un atentado contra Hitler, colocando una bomba. Tocamos con esto un punto conflictivo, desde muchos puntos de vista. Desde un punto de vista elemental, podemos preguntarnos, cómo es posible que un cristiano, expresamente como cristiano, y, más aún, teólogo, de quien se puede suponer que posee mayor afinación en estos temas y explícitamente desde una perspectiva de fe cristiana, puede intervenir, o pueda contribuir, a un acto tan violento, tan duro, como es atentar contra la vida de una persona, y quizás contra varias. Porque no se trataba de pegarle un tiro, sino de poner una bomba que podría naturalmente hacer perder otras vidas. Es un tema que hay que afrontar, que es obvio que hay que afrontar, y que hay que afrontar desde los dos horizontes que estaba precisando antes, a los que me he referido brevemente: desde su cristianismo y desde el sentido de responsabilidad. Ante todo hay que decir que él no nos ofrece explícitamente muchas declaraciones sobre esto, es comprensible: las conspiraciones exigían un camuflaje; no podía expresarse.
Tenemos que rastrear obras suyas, tenemos que rastrear los diversos contextos, las actitudes suyas, otros elementos de explicaciones. Resumiendo brevemente algunos de esos elementos, después me referiré con mayor ampliación a las «pistas» de una responsabilidad más cristiana, más en general. También allí encontramos algunos elementos de iluminación.
Pero ya desde ahora se puede decir como explicación que Bonhoeffer interviene en esta iniciativa desde la conciencia de que todos los otros medios se han agotado. De que no es posible, ni una gestión parlamentaria, ni una confrontación de opiniones dispares. No hay ninguna otra forma concreta de poder actuar en el contexto en el cual se encontraba.
En segundo lugar, supone que un gesto de esta índole no puede aspirar a presentarse con un carácter ejemplar universal, es decir, no ostenta un carácter modélico que, sin más, puede presentarse a imitación indiscriminada de cualquiera y en cualquiera situación. Se trata, y este es también el término que en ocasiones se utiliza, de un caso límite, con todo lo que eso tiene, por supuesto, de arriesgado, no solamente en el terreno de la seguridad personal, obvio, sino también de los riesgos éticos que se asumen con un planteamiento de esta índole.
De alguna forma, aunque sea apelando a formulaciones que puedan tener una resonancia un poco «nietchianas», se encuentra uno a sí mismo un poco, cuando asume una decisión así, más allá del bien y del mal. Es decir, donde ya no existe una normativa ética, clara y contundente bajo la cual poder ampararse. Es un paso dado en soledad, y en una soledad en el terreno real de la palabra, en cuanto que, decía, como consecuencia del obvio secreto, no es posible compartir con otros una decisión así. No es posible tampoco, por ejemplo, ampararse en la Iglesia. Su Iglesia no tuvo conocimiento de su participación, sabía que no podía apoyarse en ella, que no podía inscribirse en las listas de oraciones de la Iglesia. En ese sentido una soledad pero una soledad también ética, en la medida que no puede contar con un apoyo claro.
Un párrafo de uno de quien estuvo muy allegado a él, lo fórmula de la siguiente manera: él se introdujo en una conjura, de la que se responsabilizaba, respecto del pasado y del futuro. Esto significa una conjura que no se podía permitir dar señales de su existencia, por una prematura sacudida de lo existente, y que sólo actuaba cuando se podían esperar determinadas perspectivas de éxito, desde dentro y desde fuera para una nueva Alemania. Tenía, por lo tanto, que adoptar grandes cautelas. No podía hacer un gesto de desesperación del fanático que se arroja a una acción, sin caer en la cuenta del futuro, que puede ser valiente pero que ignora las posibles consecuencias, que pueda tener para otros, ni tampoco una revolución meramente ideológica, meramente en el terreno de los planteamientos teóricos.
Una soledad, como se ha podido decir también, desde la conciencia de que su Iglesia le desecharía si todo se supiera. Hay un par de párrafos de Bonhoeffer que nos ofrecen también cierta orientación a este punto. Uno de ellos eran los planes de no hablar directamente de sí mismo, sino de una responsabilidad extrema; dice lo siguiente: «Quien asume esta suprema responsabilidad no puede ni siquiera demostrar la validez ética de su conducta, en momentos en que, sin embargo, es él el responsable, y donde debe disponer de la máxima certeza». El carga sobre sus hombros ser condenado por todo y por todos. Y por muy urgentemente que el responsable deba preocuparse del éxito de su acción, no le es permitido hacer de este éxito un Dios que le acompaña. En el más allá sólo el Dios verdadero sabe si en el momento de la acción se ha obrado verdaderamente en el nombre de la vida. Y cuando se ha realizado el sacrificio y el éxito permanece vedado, la ambigüedad sigue siendo todavía la acompañante de los mejores hombres.
Hay aquí algo que voy a recoger enseguida, pero quiero añadir otro párrafo del cual se puede tener alguna iluminación cuando dice: «La última cuestión responsable no es cómo puedo yo evadirme heroicamente de un asunto, es decir, salir del paso de ese asunto, quizás de alguna manera valiente, esforzada, heroica, sino cómo debe continuar viviendo una generación venidera. Sólo a partir de esta cuestión históricamente responsable, que se responsabiliza respecto de la historia, pueden surgir soluciones fructuosas, aunque de momento sean muy humillantes». Quería recoger como última consideración algo que está ahí latente y es la ambigüedad de toda decisión. En el más allá, sólo el Dios verdadero sabe si en el momento de la acción se ha obrado verdaderamente en nombre de la vida. Quiere decir que quien asume una decisión así, está remitido al juicio de Dios, y por último, tiene que confiar de que la buena voluntad que ahí se emplea, el heroísmo, los riesgos, no solamente los riesgos, sino el afrontar todos las posibles consecuencias en el sentido también de la pérdida de la vida, en último término, no acaban garantizando su acción. No acaban justificándola. En último término, es el juicio de Dios el que puede opinar, el que puede ser un juicio de salvación o, eventualmente, un juicio también de condenación. Es un riesgo que el responsable asume.
[ 5 : Fundamentación de esta responsabilidad ]
Quisiera ahora ampliar un poco este horizonte, yendo más allá del hecho concreto de la participación de Bonhoeffer en una conspiración. Este hecho se sitúa, se ubica, como decíamos antes, en un contexto de responsabilidad. Tenemos que preguntarnos, entonces, qué pistas son las que fundamentan una asunción de responsabilidad cristiana, de una responsabilidad que se verificará en el terreno de los compromisos políticos, que se verificará en ese caso extremo en el terreno también de tomar parte en una decisión tan arriesgada como es esa.
[ 5 a : Una valorización positiva del mundo ]
El primero de ellos es la valoración que Bonhoeffer efectúa de lo que de una manera un poco vaga y comprensiva podemos llamar el mundo o la realidad mundana, la realidad terrestre. A lo largo de la historia de la espiritualidad, y de la historia de la teología católica y protestante, se han dado toda clase de posturas respecto del mundo y de lo mundano.
Desde posturas de máxima inserción, hasta posturas de máximo distanciamiento respecto de lo terrestre; no podemos por ahora detenernos en detallar el trasfondo teológico que estas posturas han tenido. En el caso de Bonhoeffer, muy desde los comienzos de su reflexión teológica y también de su docencia está claro que el mundo es objeto de una valoración positiva. Bonhoeffer ejerció un año, recién terminado sus estudios, como vicario en Barcelona, en la Comunidad Evangélica Alemana de la colonia alemana residente allí. Pronunció tres conferencias ese año, y en una de ellas precisamente se dedicó a esta valoración, a esta exposición del valor de lo mundano, del valor de lo terrenal. Emplea algunas expresiones verdaderamente diáfanas en este sentido. Llega a decir que Dios es nuestro Padre y la tierra es nuestra Madre, porque Dios nos ha hecho de «tierra» precisamente; entendiendo lo de la tierra en un sentido metafórico. Naturalmente, hay una alusión a la relación del Génesis, pero hay algo más que eso: quiere decir que no somos ángeles, somos seres de carne y hueso, insertos en unas coordenadas sociales y condicionados también por esas coordenadas sociales.
Utiliza ahí, y la utiliza también en otras circunstancias, la fábula de Aldeo, aquel gigante que combatía con esos semidioses o con otros titanes y siempre vencía, hasta que Hércules, o algún otro de los que se oponían a él, cayó en la cuenta de que Aldeo vencía, porque, como hijo de la tierra, de la diosa tierra recibía sus fuerzas y sus energías del contacto físico, de su madre tierra. Entonces, cayendo en la cuenta de estas circunstancias, en la próxima pelea, quien se oponía a Aldeo logró levantarlo de la tierra, sujetándolo fuertemente, romper el contacto nutricio del cual recibía sus energías y gracias a eso vencerlo.
La aplicación de la parábola es clara. Para Bonhoeffer es claro que si cortamos lo que nos nutre desde la tierra, desde nuestra inserción en las realidades terrestres nos depauperamos. El hombre queda empobrecido, queda esclerótico, queda privado de ese jugo nutricio.
Hay después otra circunstancia: En 1932 en una conferencia que imparte bajo el título «Venga a nosotros tu Reino», donde él hace precisamente una denuncia, un diagnóstico claro, de las dos posturas extremas antagónicas, entre las cuales —según a su juicio— se ha movido la postura cristiana. Las dos en sus condiciones de posturas polares le parecen desafortunadas e inadecuadas.
Una de ellas es la postura de evasión. El la designa bajo el nombre de «trasmundanismo»; es como parapetarse detrás del mundo, ir más allá del mundo; la otra es la «secularización», es decir, la entrega incondicionada, acrítica, a las estructuras de lo mundano; ambas son igualmente desafortunadas.
En el primer párrafo de esa conferencia, lo formula de la siguiente manera: «O somos ‹trasmundanos› o somos ‹secularistas›; pero eso quiere decir que ya no creemos en el Reino de Dios. O somos enemigos de la tierra, porque queremos ser mejores que ella», invitados, por un cierto espiritualismo, por una valoración de lo sobrenatural, entonces, rechazan lo terreno, «o somos enemigos de Dios, porque nos quita a la tierra, nuestra madre. O nos evadimos del poder de la tierra, o nos afirmamos rígida e inmóvilmente a él. Pero en cualquier caso no somos aquellos caminantes que aman a la tierra que los porta, pero que precisamente la aman sólo porque se encaminan hacia aquella tierra extraña que aman por encima del todo. De lo contrario, no caminarían» .
Y, concluye con una frase que es como una tesis en su formulación estricta: «En el Reino de Dios, sólo puede creer quien camina de tal modo, que ama al mismo tiempo a Dios y a la tierra».
«Quien camina», pero quien camina sabiendo que camina sobre la tierra, y que valora entonces esa etapa de su peregrinación, pero que la ama no incondicionalmente, sino en cuanto que ella aporta su camino hacia «aquella tierra extraña», dice él, que en realidad es su meta.
Valoración de lo mundano y valoración de la vida en el mundo, que concluirá bastante más adelante cuando Bonhoeffer, ya en las cartas de la prisión, denuncie los intentos religiosos por mantener al mundo en su minoría de edad, por mantener al mundo en una tutela, por despreciar y por ignorar desde estructuras religiosas la mayoría de edad de un mundo que ha ido en contra de su propio camino, como mínimo desde el Renacimiento ―desde más adelante también― y que sin embargo, como digo, desde instancias religiosas, se desearía mantener todavía en una minoría de edad. Primer punto, por lo tanto, la valoración de lo mundano, nos ofrece ya como un trasfondo, como una pista para entender cualquier ejercicio de responsabilidad.
[ 5 b : Una imagen del Dios vivo ]
Segundo punto, una imagen de Dios purificada. La imagen de Dios que Bonhoeffer denuncia, también especialmente desde sus cartas desde la prisión, es un Dios en el cual él reconoce rasgos como atributos abstractos, por ejemplo, el Dios eterno, el Dios omnipotente, el Dios omnisciente. Atributos que no son producto de la experiencia humana. No tenemos, como tal, la experiencia del Dios omnisciente; un Dios que es encontrado por el hombre, o que es valorado por el hombre, como tapa-agujeros; como aquel que cubre las lagunas, los huecos, donde el hombre ya se encuentra impotente, donde el hombre ya no logra dar más de sí. Un Dios en esa medida, entonces, está siempre condenado a retroceder. Si Dios tenía todavía en determinadas áreas de la vida humana algo que decir, ya sea porque el hombre no cubría esas áreas, o porque el hombre se sentía impotente; entonces a medida que el hombre las vaya cubriendo, a medida que el hombre vaya progresando, Dios está condenado a ceder terreno siempre. Si Dios se entiende solamente como aquél a quien el hombre encuentra en los límites de sus propias posibilidades, entonces en la medida que esas posibilidades vayan avanzando, Dios irá siempre tras él. Un Dios que es una oferta, digamos de un cierto confort espiritual, un consuelo espiritual, es un Dios que a Bonhoeffer no le interesa.
Pero esa denuncia va entonces seguida por la sugerencia de dónde estaría la imagen del Dios auténtico, del Dios vivo. Ese Dios lo encuentra en Jesús. Y hay un párrafo central, editado juntamente con las cartas, pero que pertenece a un esbozo, a un escrito que Bonhoeffer se proponía hacer y que no llegó a redactar, donde sintetiza de una manera bastante afortunada su perspectiva en este mundo. «¿Quién es Dios?», se pregunta, «Lo primordial no es una fe general en la omnipotencia de Dios, etc.», atributos de tipo abstracto, «lo cual no es una verdadera experiencia de Dios…». Y continúa: «Encuentro con Jesucristo: experiencia», aquí sí, de Jesucristo como persona que es experimentada, «experiencia de que aquí se produce una inversión de toda existencia humana por el hecho de que Jesús ‹no existe sino para los demás›». Frente al Dios de los atributos de tipo abstracto se mantiene el hombre en una minoría de edad; frente al Dios entendido solamente, como quien completa las lagunas de las posibilidades humanas. Pero frente a Jesús se da una verdadera experiencia de Dios. Jesús, como aquel que se entrega radicalmente a nosotros. Y de tal forma, que este concepto de Jesús, que esta experiencia de Jesús, llega a ser definitoria de lo que es Jesús, aquel que no existe sino es para los demás. «¡Este ‹ser para los demás› de Jesús es la experiencia de la trascendencia!». A este Dios trascendente se le encuentra en este salir de sí mismo. También «trascender» es salir de sí mismo, la radicalidad de la entrega. «Sólo de la libertad de sí mismo, del ‹ser para los demás› hasta la muerte, es de donde nacen la omnipotencia, la omnisciencia, la omnipresencia». Es decir, esos atributos abstractos son como consecuencia de esa radicalidad del compromiso con Jesús. «La fe», entonces como consecuencia, «es la participación en este ser de Jesús... Nuestra relación con Dios no es una relación… con un ser más alto, más poderoso, mejor que podemos imaginar… sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el ‹ser para los demás›, en la participación en el ser de Jesús… Dios bajo forma humana, no como en las religiones orientales bajo forma animal,… ni tampoco bajo formas conceptuales de lo absoluto, metafísico,… etc., ni como el dios-hombre griego…», que es el hombre perfecto, «sino que ‹el hombre para los demás›, y por ello el crucificado». Este apéndice es mucho más que un apéndice. Y por ello, Bonhoeffer, establece aquí una causalidad. Quien se entrega como Jesús se entregó a los demás que acepte que pueda acabar crucificado. Crucifixión que aparece como una consecuencia del seguimiento. Está sugerido aquí ya algo, que motiva también el que podamos aludir aquí este aspecto, como una fundamentación de una responsabilidad. Nuestra relación con Dios no es una relación con el ser más alto, sino una nueva vida en el ser para los demás. La fe es participación en este ser de Jesús. Esta imagen de Jesús suscita un seguimiento; no es ya una aceptación teórica de un Dios abstracto, no es ya unas verdades que uno afirma, sino fe precisamente como seguimiento. Pero aquél, que está en seguimiento, ha asumido unas actitudes muy concretas y muy reales y muy arriesgadas. Aquél, que está en seguimiento, aparece como aquel que, siendo consciente de cómo se tramaba en torno suyo un ambiente de hostilidad, continuó, sin embargo, en el ejercicio de su misión hasta las últimas consecuencias.
El seguimiento no puede partir de unas premisas distintas ni puede estructurarse en unos esquemas distintos. El seguimiento de Jesús adopta unas formas muy concretas y hay que decir, me parece, que esto puede ser asumido desde cualquier horizonte cristiano. Hay que decir que esta designación de Jesús como «hombre para los demás» recibió o adquirió una suprema confirmación en el magisterio de Pablo VI. En una audiencia de 1972, Pablo VI estaba hablando de temas de cristología, y dijo: «Existe una definición formulada por una personalidad religiosa, no católica, pero verdaderamente muy cristiana, Dietrich Bonhoeffer, que se refiere a Jesús como hombre para los demás», y añadió Pablo VI, «es verdad, debemos recordarlo; es una definición válida para nuestro tiempo: ‹Jesús, hombre para los demás›». Llama, entonces, a ese seguimiento. Encontramos aquí, entonces, esa segunda pista que nos permite desde una imagen de Dios, que renuncia a determinadas configuraciones abstractas, metafísicas, religiosas, entendida la «religión» entre comillas, para pasar a una imagen de Dios, encontrado en Jesús como aquel que se entrega, que invita al seguimiento. Digo: desde aquí entonces encontramos una segunda fundamentación, una segunda pista de un ejercicio de responsabilidad.
[ 5 c : Una ética de la responsabilidad ]
La tercera, quisiera no detenerme mucho más, sería ya una ética concreta de la responsabilidad, como alternativa a otras orientaciones éticas que han existido y existen. Frente a una ética muy configurada en criterios «fijistas», es decir, fijos, inamovibles; frente a una ética muy preocupada de determinadas formulaciones, que se consideran ya establecidas de una vez para siempre. Una ética que apela a la responsabilidad con todo lo que la responsabilidad tiene también de incierto, de ambiguo, de creativo, y quizás por último, como lo comprobamos en el caso personal de Bonhoeffer, de desamparado. Hay otro texto suyo que también tiene cierta importancia, cuando precisamente él plantea a la «responsabilidad» no como una alternativa frente a otras muchas posibilidades. Voy a ampliarlo brevemente, pues creo que ya me he alargado. Ante todo, un primer diagnóstico de la situación: Pensamos que este texto es de 1942, cuando el régimen Nacionalsocialista lleva ya nueve años, cuando se está en plena guerra y, por lo tanto, cuando son perceptibles ya las consecuencias de lo que ha llevado consigo el sistema.
Caigamos en la cuenta también que este sistema ha echado mano de toda clase de mecanismos, de camuflajes, de esquemas publicitarios, etc. «La gran mascarada del mal», mascarada precisamente por el camuflaje al que se acudía, «ha trastornado todos los conceptos éticos. Para quien proviene de nuestro tradicional mundo de conceptos éticos, el hecho de que el mal aparezca bajo el aspecto de la luz, de la acción benéfica, de la necesidad histórica, de la justicia social», porque a todos estos argumentos acudía, «es sencillamente perturbador. Para el cristiano que vive de la Biblia, este hecho constituye la confirmación de la abismática maldad del mal». Y a continuación enumera, entonces, Bonhoeffer diversas actitudes, posibilidades que pretenden afrontar esta situación, para salir del paso: el sentido común, el fanatismo ético, la apelación a la conciencia personal, el ampararse en el deber, en la obligación, la ayuda de la propia libertad, el refugio en la virtud. Todas ellas sucesivamente las va descalificando, por inadecuadas, por incompletas. Sobre todo porque no son y no ofrecen un último apoyo total incondicional. Eventualmente ofrecen algunos elementos, pero no pueden ser el último recurso, y concluye de la siguiente manera: «¿Quién se mantiene firme? Sólo aquél para quien la norma suprema…» , no descalifica las otras como posibles normas parciales, pero no pueden aspirar a ser normas supremas, «Sólo aquél para quien la norma suprema no es su razón, sus principios, su conciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en la sola unión con Dios a la acción obediente y responsable; el responsable, cuya vida no desea ser sino una respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios. ¿Dónde están estos responsables?», termina preguntándose. Forma parte este párrafo del escrito, destinado a algunos de los compañeros de la conspiración y multiplicado en muy pocos ejemplares, fue salvado prodigiosamente metiéndolo debajo de las tejas del tejado para escapar de los registros, en el cual Bonhoeffer ofrece un poco como criteriología, como una cierta reflexión bajo el título «Después de diez años», es como un balance de la época.
Pero es muy significativo, porque aquí se da ya, como el gran pregón, como la gran proclama, del valor y de la vigencia de esa responsabilidad. Responsabilidad quisiera decir, ―aunque sea inútil puntualizarlo, creo que no es inútil―; hay que decir que esta responsabilidad no necesita reivindicar un esquema cristiano explícito, es decir, no necesita acudir, desde el punto de vista de Bonhoeffer, a una justificación, a una legitimación cristiana explícita. Bonhoeffer designa como gente de ánimo encogido, como pusilánimes a los que pensaran que tendrían precisamente que buscar esa legitimación de una responsabilidad amparada bajo la ley cristiana, bajo el precepto de Cristo, para poder encontrar ahí una justificación. Y precisamente en un comentario suyo al Sermón de la Montaña, a su querido Sermón de la Montaña, refiriéndose a aquella bienaventuranza: «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia», es cuando más insiste él en este aspecto. Señala él como Cristo no dice: «los que sufren persecución por una justicia asumida por mi nombre», los que asumen responsabilidades en función de un criterio específicamente cristiano. En absoluto, sino los que sufren persecuciones por la justicia, provenga de donde provenga su contribución a esa búsqueda y a esa implementación de la justicia. Y es indudable, y esto lo prolongo yo por mi cuenta, no porque lo diga explícitamente, pero es indudable que él podría tener como fondo de esta observación suya el pasaje de Mateo 25, aquella representación simbólica del «Juicio Final», cuando el juez invita a los justos a ponerse a su derecha, a los condenados a su izquierda, y como en justificación de la salvación de que son objeto los justos, enumera una serie de actitudes, no sólo actitudes, sino de conductas que ellos han seguido: «tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estuve perseguido, me ampararon; preso, me visitaron, etc.». En ningún momento se dice: «y lo hicieron por mi nombre», en ningún momento se dice: «entendían ustedes en esto actuar como cristianos»; más aún, ellos son los sorprendidos: «¿dónde te encontramos hambriento?, ¿dónde te encontramos desnudo?, ¿dónde te encontramos preso?». Dice: «ustedes me atendieron a mí»; ellos son los sorprendidos de que en este momento se desvela y se les identifica como a alguien que ha actuado en búsqueda de la justicia, siendo así, que ellos no eran concientes de hacerlo bajo una titulación estrictamente cristiana.
[ 5 d : Resumen de esta fundamentación ]
Esto es, pues, lo que nos indica un poco hasta qué punto esta responsabilidad ―y quiero concluir ya― se sitúa por una parte bajo una valoración de la entrega a lo mundano, una valoración que de todas formas tiene en cuenta que este mundo es el camino hacia otro, pero que da valor también a este camino.
Que ve en la figura de Cristo una invitación a un seguimiento, bajo circunstancias que toman en cuenta también lo que el mundo y la sociedad está exigiendo en ese momento.
Y por último, que acude a una ética de la responsabilidad, situada también bajo el lema como él lo formula en otro momento: en el Evangelio, lo que está más allá de este mundo, lo que parece invitar a una dimensión sobrenatural que quiere existir para este mundo, no soportando una invitación a una evasión a un sobrenaturalismo desencarnado, sino precisamente para este mundo.
[ 6 : Conclusión ]
Y ―termino ya―, quiero que las últimas palabras no sean mías, sino sean del mismo Bonhoeffer, con un párrafo que me parece tiene un aliento profético. Está en un escrito que él elaboró en la cárcel, dirigido a un sobrino suyo, con ocasión del bautizo; era una «guagüita» entonces el niñito que se bautizaba, no podía naturalmente entender estas palabras, pero Bonhoeffer plantea aquí una cierta visión, por una parte un diagnóstico de la realidad actual y, por otra parte, una cierta visión del futuro. Me parece que son representativas y también un poco proféticas. Y si yo les leo ahora para terminar esta intervención es un poco también implicando el deseo de que algo de lo que aquí se dice y se sugiere pueda ser realidad ahora.
«Presentimos un aliento nuevo y revolucionario en las palabras y acciones tradicionales, pero aún no podemos concebirlo ni expresarlo. Es nuestra propia culpa. Nuestra iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia subsistencia, como si ésta fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo. Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y nuestra existencia de cristianos sólo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización en el campo del cristianismo, han de renacer partiendo de esta oración y de esta actuación cristiana... No nos toca a nosotros predecir el día ―pero este día vendrá― en que de nuevo habrá hombres llamados a pronunciar la Palabra de Dios de tal modo que el mundo será transformado y renovado por ella. Será un lenguaje nuevo, quizás totalmente arreligioso, pero liberador y redentor como el lenguaje de Cristo; los hombres se espantarán de él, pero a la vez serán vencidos por su poder. Será el lenguaje de una nueva justicia y de una verdad nueva, el lenguaje que anunciará la paz del Señor con los hombres y la proximidad de su reino».
Muchas gracias.